06 febrero 2011

La violencia mola


- Esto… - me dijo.

Llevaba una enorme cresta verde y en su nervio óptico sonaban los Toy Dolls. Le miré: sus párpados se recogían confusos detrás de sus ojos redondos de gallina en su cara de plátano. Me miraba fijo y ondulante como un hilo mojado. Me acarició con dos dedos la solapa del traje como cuando alguien te va a decir “esto parece bueno”, pero él sólo repitió balbuceando:
- Esto…
Yo me dejé, ya me daba igual todo. El de la cresta, sin soltarme, elevó sus pies por encima de todos los asistentes a la fiesta y quedó cogido a mí como una bandera a un poste. Se soltó delicadamente y flotó despacio y en espirales llevado por sus pies hacia arriba, hasta lo alto de la carpa que era grande y blanca y cálida y acogedora y con la luz de ya son las seis. Allá abajo, miles de sus amigos íntimos bailaban los temas de cada sábado entre flores de colores suaves y unos delfines le saludaron al pasar y al tocarles su piel sonaba como el flotador con el que aprendió a nadar pero el delfín le miró mal y trató de arrancarle la cabeza y así lo hizo y él se puso triste hasta que la música le recordó que era sábado y se pasó la mano por la cresta y era como acariciar unas tetas y se puso cachondo y quería tocarse pero la música hizo ¡clán! y un empujón y un dolor en el cuello y se vio de nuevo clavado con los pies en el suelo lleno de potas y el dolor y el frío en la espalda y en los ojos fríos en medio de todos esos delfines grises amigos suyos con la cara idéntica y entre ellos reconoció a uno que el sábado pasado le vendió algo que le dio el mismo subidón y delante de él tenía a quién coño era pero no importa, buen rollo: …mola. - Concluyó su voz pero no su boca.
Le repetí la pregunta con la esperanza de una máquina de tabaco: “¿Has visto a mi hermano?”. Su cara no cambió y se desplomó hacia mí. Detrás de él había un tipo enorme que sostenía una silla. Acababa de rompérsela en la cabeza y me miraba. Se sorbió los mocos balanceándose a destiempo respecto a los Toy Dolls mientras se aseguraba de que jamás nos habíamos visto antes. Luego alzó la silla y me golpeó con ella.
En el suelo junto a mi cara estaba el de la cresta con la cabeza partida y el gesto relajado. El de la silla se entretenía con otros.
Hacía más de una hora que había empezado la pelea, yo llevaba quince minutos allí, buscando a mi hermano entre mil quinientos adolescentes puestos hasta el culo de todo y me sangraba la cabeza. Una mano grande me cogió del pelo y me levantó a pulso sin la ayuda del resto de mi cuerpo. Era el de la silla de nuevo. Me miró. Quería comprobar, una vez más, que no me conocía de nada. Cuando estuvo seguro de ello, me lanzó contra un grupo que se peleaba con bates, menos uno, que llevaba una gruesa cadena de acero. Caí encima de dos de ellos. Fue como cuando tiras un caramelo en un hormiguero: las hormigas se revolucionan por un instante; luego, inspeccionan brevemente el nuevo elemento para volver por fin a lo que estaban haciendo, pero con más ganas. Una de las veces que la cadena caía sobre mí, pude pararla con el brazo. Sentí cómo se me partía el hueso por varios sitios y aproveché para preguntar al tipo: “¿Has visto a mi hermano?”.
El de la cadena fue a golpearme más fuerte, mientras un bateador se descojonaba. El resto ya se había aburrido y se ensañaba prendiendo fuego a uno de los laterales de la carpa. Logré esquivar la cadena, arrastrándome y clavándome todo lo que había por el suelo hasta llegar a cobijarme debajo de una mesa. Entonces te vi. Estabas preciosa, sentada con la espalda apoyada en la pata central de plástico de la mesa de plástico, con las bragas de pulsera. Dijiste:
- ¿Tienes fuego?
Lo recuerdo. Me cabreé porque no llevabas mechero. Tú aún no fumabas. Empezaste a fumar después de lo de tu hermano.

20 septiembre 2009

Azul

- Me dijo que me alejara… hasta que las montañas se pusieran de este azul, doctor.
Me mostró una flor marchita. Dejé que pasara un momento en blanco, como siempre, a ver lo que hacía. Pero nos miramos, como siempre. Luego los dos miramos por la ventana de la consulta, a las montañas.
- Pero se ha secado – le dije con toda la suavidad a la que estaba acostumbrada a aquella altura de la charla. – Este azul ya no te sirve.
- Pero él me dio esta flor… y me dijo…
- Ya-no-sir-ve.
Se le empañaron los ojos y sentí mis náuseas, pero al igual que el resto de la gente, no lo notó. La gente es egoísta. El mundo tiene un gran problema de egoísmo. Si ya no puedes agacharte para vaciar tu cesta y poner tu compra en la cinta de la caja, no lo hagas. No vengas a la tienda. ¡No compres más! ¡No comas más! ¡Pero no pongas tu cesta llena encima del montón de las cestas vacías, porque impide que los demás cojamos nuestra cesta!
Mis pacientes son también todos unos egoístas. Pero no los culpo. No los culpo.
- “Cuando la montaña… Cuando al alejarte mires atrás y la montaña se haya puesto de este azul – me volvió a mostrar aquel despojo botánico – estarás cerca y podrás encontrarme”, me dijo. Él me lo dijo. “Podrás encontrarme”.
Se había repuesto, como hacía siempre. Era su ciclo. Todos los pacientes tienen uno. Yo le llamo “avance”, porque han llegado hasta hoy sin pegarse un tiro.
Me incliné sobre la mesa, hacia ella, cruzando las manos sobre el escritorio. Les encanta este gesto, porque sienten por un momento que voy a decirles algo que explica su existencia hasta hoy dando sentido al resto de su vida:
- Mira, nunca encontrarás el lugar. La flor está marchita. El azul ya no es el mismo. No sirve. No puedes calcular la distancia a la montaña. Y no podrás nunca.
Abrí el cajón. Continué:
- Mira esta otra flor. – Su cara se iluminó. Unas lágrimas de emoción asomaron a sus ojos. Mis náuseas aparecieron de nuevo. – Ésta sí tiene el color, señala la distancia, el lugar.
Ella fue a coger la flor. Me la comí. Se le borró la sonrisa. Las lágrimas fueron entonces de rabia. Mi náusea remitió. La observé un momento en silencio a ver qué hacía, pero nos miramos como siempre. Me acomodé en mi silla. Ella respiró sonoramente para retirarme la mirada sin ser derrotada en el juego. Después su cara no sentía nada. Miró por la ventana y arrugó los ojos como si le molestara la luz. Miró las paredes de la consulta deteniéndose en cada uno de mis títulos universitarios, los de postgrado, las menciones honoríficas, un viejo póster de delfines de mi predecesor y una mancha de humedad idéntica a Barry Manilow de perfil. Me pregunto si ella habrá bailado alguna vez Copacabana con alguien. Me pregunto si habrá bailado alguna vez con alguien. Me pregunto si habrá bailado alguna vez.
Dejó de jugar con sus uñas y bajó la cabeza. Un momento más.
- Es la hora. – dije.
Los instantes que pasan mientras la enfermera le acerca el bastón y le ayuda a levantarse y arrastrar sus huesudos pasos hasta la puerta, son para ella frustrantes. Para mí son sencillamente eternos.
Sí, claro que me miró al salir. Como siempre. Y sentí náuseas.

06 mayo 2009

Tratando de dormir

Hay un punto en la horizontal, la que une los extremos entre el sueño y la vigilia, que es muy dulce a veces. A veces extremadamente dulce. Lo más dulce del día se va moviendo hasta que se para. A veces concentrado en el paladar, a veces entre las piernas, y en ocasiones en el aparato que nos hace dormir. Aquella noche en casa yo estaba cayendo suavemente con todo mi cuerpo pesado, tan dulcemente, ladera abajo, rozando la hierba con el revés de la mano, océano abajo, hacia donde no va llegando la luz y sólo vemos lo que no quiere la cabeza, pero aún así se deja, y suavemente...
Entonces se me abrieron los ojos. Y aunque es cierto que fue sin conflicto, sí se me puso todo de pronto en actitud de telediario. Los cerré de nuevo pero fue en vano: mi cuerpo se había vuelto un envoltorio de piel relleno, respirando bajo el crujiente edredón.
Recordé cuando mis padres me ofrecieron la oportunidad de pasar un verano aprendiendo inglés en Irlanda. Oportunidad que tuve que rechazar, ya que debía quedarme en España bebiendo y poniendo mi cuerpo al sol protegido por una fina capa de CocaCola.
Aquella noche construí Irlanda como lugar ideal para contar ovejas. Montañas verdes infinitas, algunas peladas hasta dejarse ver la roca. El mar al fondo. Elegí una bonita valla rústica, con una altura de un par de travesaños. Le dije a mi rebaño que se pusiera a uno de los lados de la misma.
- Me da igual. Al que queráis.
Las había elegido a todas más o menos iguales. De color claro, el bajo vientre acabado en unas graciosas rastas, la cabeza rapada y esa cara de imbécil a punto de decir al mâitre algo acertado acerca de su sopa o de su suite. De vez en cuando se miraban entre ellas con la solemnidad de un presidente de club de fútbol, y levantaban una ceja (les puse cejas). Eran muy idiotas. Les coloqué un dorsal con un número a cada una para facilitar el recuento.
- A ver, por favor, la que lleve el dorsal con el Uno, he dicho Uno, que salte la primera.
Todas me miraron y levantaron una ceja.
- Ya sé que no podéis ver el vuestro, imbéciles. Digo que la que vea que la de al lado lleva el dorsal con el Uno, que se lo haga saber, si es tan amable, y la del Uno, por favor, que se disponga a saltar la valla. Muchas gracias.
Con la misma prisa con la que una oveja suele hacer estas cosas, todas se miraron con desprecio. La del Uno apareció al fin, al cabo de 45 minutos, con un ataque de pánico escénico.
- Si eres tan amable de saltar la valla que tienes enfrente, podremos empezar con esto y, lo que es más interesante, podremos acabar.
La oveja con el Uno me miró completamente aterrorizada. El resto del rebaño la observaba y murmuraba. Traté de no ponerla más nerviosa:
- ¡Qué!
- (Mst dsn) - murmuró hacia mí la oveja con el Uno.
- Qué.
- ¡Me siento desnuda!
Todo el rebaño empezó a murmurar. Las miré severamente. Me levantaron una ceja. Alargué la mano hasta presionar la luz del despertador: las tres veintiuno. Volví a mirar al rebaño. Miré a la oveja con el Uno, ahora en shock. Me dirigí a todas, alto y claro:
- A ver, vamos a hacer esto divertido. Vamos a poner normas ¿vale? Una norma: mientras una oveja salta, las demás no deben mirarla. ¿Está claro?
El resto del rebaño volvió a murmurar.
- Otra norma más: ¡está prohibido murmurar! ¿De acuerdo?
El rebaño calló y, con movimientos pesados que evidenciaban su desacuerdo, se giraron todas de espaldas a la oveja con el Uno. Con la cifra tres veintiuno en la cabeza, le solicité amablemente:
- Y ahora ¿tendrías la amabilidad de saltar, querida?
- Sí, claro. Oye, gracias po...
- ¡Que saltes, hostia!
La oveja dio un respingo, tomó carrerilla, enfiló la valla, dio un salto, voló y... había calculado mal y sus rodillas dieron contra la madera. Soltó un enorme balido y cayó contra el suelo del mismo lado de la valla. El rebaño se había vuelto a curiosear, y por supuesto estaba murmurando. Yo, viendo a la pobre ovejita del Uno en el suelo, con el trago que acababa de pasar, las dos rodillas rotas, sangrando, mirándome entre agradecida, dolida y avergonzada, recordé el balido y no pude evitar descojonarme. Intenté sentirme culpable pero era una oveja idiota con cejas. Aún así, algo me decía que reír ahora con el estómago a pleno rendimiento no estaba bien. Volví a alargar la mano hacia el despertador: las tres cincuenta. Se me cortó la risa.
Hice venir a un veterinario. Le puse un traje de bombero rosa fucsia, una gran pluma de avestruz verde brillante en el casco y un maletín de plomo macizo. Que se joda. El veterinario vino sudando, casi arrastrándose, y se arrodilló junto a la oveja con el Uno, que temblaba de dolor. Muy afectada, dije:
- ¿Es grave, doctor? Por Dios, haga lo que sea. - ¡¿Y por qué no?! Dormir, lo que es dormir, era una idea que ya había abandonado. La oveja con el Uno me miraba conmovida. Imbéciles.
- Se ha golpeado las dos rodillas. Seguramente al tratar de saltar la valla. Están rotas. – Me miró y negó con la cabeza. La oveja con el Uno captó la cosa.
- Menos mal que tenemos veterinarios-bombero. Si no fuera por ustedes.
- De todas formas le echaré un vistazo.
Al intentar quitarle el dorsal, la oveja dio un respingo. El veterinario hizo un nuevo intento: la oveja temblaba.
- Qué coño pasa ahora – le dije a la oveja con el Uno.
- Me siento desnuda.
- Soy médico.
- Es médico. Venga, deja que te quite eso.
- No.
- Por qué.
- Él no.
- Por qué.
- Él no.
Hice venir a otro veterinario. Éste llevaba pantalones de pana marrón de campana, tutú y una corbata de Hermés. Se arrodilló junto a la oveja e intentó quitarle el dorsal.
- No – dijo la imbécil.
- No qué. Necesitamos el dorsal para saltar la valla. ¿Comprendes, idiota?
- Él no.
La muy idiota me hizo traer a un tercer veterinario, vestido de buzo, con una peineta y joyas carísimas, como por ejemplo, una tiara.
- ¿Qué le parece éste a la señorita?
- No.
Hija de puta. El resto del rebaño empezaba a moverse inquieto y me pareció oír “Este dorsal pica”. Cuando llegó el cuarto veterinario hablé con él aparte. Le pedí que se quitara la peluca Luis XV para que me oyera mejor, ya que iba a hablarle bajito para que la imbécil no nos oyera.
- No debe notar que nuestro objetivo es el dorsal. Distráigala con lo que sea. Es veterinario. Tendrá juguetitos para distraer a los animalitos mientras los mata ¿no? Para que no miren la aguja ¿no? ¿Ha matado animalitos o es usted imbécil?
El veterinario con una mano movía un par de complicadas marionetas tirolesas, a saber, una loba y sus doce lobeznos adosados al mismo mando pero de movimientos independientes y una malvada Caperucita, tras un elaboradísimo teatrillo (con un pie movía la palanca de un organillo), que ya lo hubiera querido la Andrews en cierta secuencia; su otra mano reptaba por la hierba, se colaba entre las complicaciones lanosas de la oveja con el Uno, y llegaba hasta el lacito que sujetaba su dorsal.
- No.
Y no hubo forma. Pero lejos de desmotivarme, pude estudiar los errores, aprender dónde habíamos fallado y diseñar una nueva estrategia y un nuevo veterinario. Lo que pasa es que al final no sé lo que pasó. Creo que me dormí.

15 marzo 2009

Vivir peligrosamente (Declaración de amor)


Juro que, por lo menos una vez, por lo menos una vez miraré más o menos a los ojos a una persona innecesaria. Permaneceré sobre una tapa de alcantarilla pisando el borde que roza la acera hasta que el judío muerto, hijo de un judío muerto a manos de infiel, que lea con devoción sangrante un Corán escrito en ajo laminado y encuadernado en hebras de azafrán, me permita abandonar el lugar donde mis pies se arriesgan. No esperaré a que salgan tres personas con factor común para poder entrar en el metro, incluso dos, y si alguna me mira contará igual. Me quedaré mirando todos mis libros, revistas, periódicos, manuales de manejo de pequeños electrodomésticos, apilados por separado en su orden alfabético, cromático, cronológico, y al observar la línea improbablemente irregular que algún montón pueda describir respiraré hondo y no subsanaré el error.
No volveré a hablar de las cosas antes de que sucedan, un día antes de que sucedan, una semana antes de que sucedan, un mes antes de que sucedan, un año antes de que sucedan ni durante todos los momentos intermedios, aunque esto pueda suponer cualquier desastre que nunca me atrevo a imaginar.
Caminaré sin precisar si me encuentro a cincuenta centímetros de la pared del edificio, y si el número de mis pasos es impar o veintidós o cualquier otro de dos cifras iguales no repetiré el recorrido procurando encajar un número de pasos más favorable. No volveré a asustarte. No tocaré con la punta de mis dedos todos mis zapatos antes de calzarme cada mañana mi par aunque me dé miedo hacerlo por primera vez desde que tengo memoria.
Estoy dispuesto a ingerir un yogur con esos trozos de fruta que no llegan nunca a tocarse del todo, todos desiguales. Estoy dispuesto a remover el café sólo cuatro veces, o a parar en cuanto nos demos cuenta de que me están mirando, aunque lleve un número de vueltas impar o sea veintidós o cualquier otro número de vueltas de dos cifras iguales.
Aprenderé a escuchar alguna música. O volveré a escribir.
Pero mírame otra vez.

23 febrero 2009

16.02.09 Lunes como hoy
Basado en hechos reales

Fueron a comer un gallego, un pacense y un español e hiciéronlo cerquita, que había reunión luego, a ver si así... Caminaron a penas una manzana golden y dieron con un local normal de mesas a medio servir, a medio llenar, a medio comer la gente. Eligieron la única que se deja sin mantel ni cristal que lo proteja, en honor al dios Tezcatlipoca, o “espejo negro que humea”.
No observaron que entre mesa y mesa a penas cabía una moneda de a dos, puesto que uno sólo se fija en aquello que es peripecia de la estadística y, por la misma razón, hicieron caso omiso de la camarera de dimensiones elefantiásicas que corría grácil entre las mesas a traerles presta dos cervezas, una copa de Burdeos, pan, una de tallarines y dos ensaladas, al tiempo que les entregaba la cuenta y les daba la carta:
- ¿Qué van a tomar? – dijo, y se fue.
El español abría el apetito soliviantando al gallego con su galleguitud.
- Eres gallego. Y eres negativo.
- Yo no soy gallego – dijo el gallego.
- Entonces eres negativo – dijo el pacense al pagar la cuenta, mientras echaba un vistazo a la carta, que decía así:
Los primeros:
Gazpacho de río
Sopa boba
Aranjuez
Los segundos:
Filete Rousseau
Huevos
Rotuladores en su tinta
Pan, café y postres.
- Tomaremos dos ensaladas de tomate, y para mí unos tallarines carbonara. Y de segundo el salmón, otros tallarines y para mí el ragout.
La camarera-elefante dio varias volteretas hacia atrás sobre las mesas y contra varias de las paredes, esquivando con gracia el espejo colocado a ciento cincuenta metros del suelo, para expresar su alegría por la elección de aquel hombre, y desapareció de su campo de visión.
En la mesa de al lado la diversión era mucho más grande que el mantel, bordada de un paisaje campestre, goyesco, con flores en cestas, ruiseñores y gentes de merienda en un siglo que importa poco a los que no utilizan un champú anticaspa o a sus alumnos. Era una mesa redonda para catorce ocupada por una mujer-gallina y dos candidatos a ser asesinados por ella. Lo pasaban bien. La noche anterior compartieron un quesito miniBabybel, sentados los tres en la misma silla, mientras ella les comentaba su plan y a ellos les encantaba. Hoy reían. Ella puso un huevo.
El pacense, el español y el gallego que no era gallego y si le decías que era negativo decía que no, disfrutaban de su lunes normal comiendo.
- ¿Un poco de queso rallado tal vez? – dijo el pacense.
La camarera asintió sonriendo, cavó una zanja en el suelo hasta alcanzar un río subterráneo y se fue nadando hasta desaparecer de su campo de visión.
Al año siguiente, ese mismo lunes, la paquidermo-sirvemesas trajo el queso que el pacense recibió sin sorpresa, porque nadie se sorprende si el queso rallado que ha pedido para sus tallarines se lo traen fundido.
El español y el gallego-etc. acabaron su segundo plato. El pacense adoptó la postura de esperar un ragout.
- Esperaré mi ragout así.
El tiempo pasó. La mujer-gallina decidió matar a sus amigos con un chiste inteligente y escarbó en su mente en busca del arma del crimen. Los de la mesa alegre como nunca se vio mantel, murieron de viejos. O puede que ella se cortara sin querer con el chiste y muriera desangrada (esto lo decidiré otro día; el caso es que se aprecie un gran paso de tiempo). El ragout vino.
El ragout vino montado en el descendiente directo de la montura de Anibal que ya nos es familiar a todos, y el pacense quiso mojar pan. Al oírlo, la camarera se acercó y retiró el pan de la mesa con mucho cuidado. A nadie le extrañó que lo hiciera, puesto que sus manos estaban limpias como un río de aguas subterráneas recién excavado. Y desapareció de su campo de visión.
Los cafés.
- Para mí un cortado.
- Para mí no.
- Para mí que va a llover.
Nadie llevó jamás un café a aquella mesa. Y mucho menos la camarera que podría ser sagrada en la India. No-gallego-negativo-es-discutible, pacense y español decidieron someter a votación si la comida había terminado. Salió que sí. Español estaba tranquilo.
- Todo está normal – dijo. –Todo va bien.

29 enero 2009

De qué

Y así fue como entré a formar parte de aquella empresa. Todo lo dicho anteriormente es mentira o, cuanto menos, exageración.
Porque no es verdad que al subir al autobús y verlo casi completo, golpeara a aquella viejecita para poder subir yo en su lugar. Sólo traté de convencerla con palabras amables y discretos sobornos. Lo que pasa es que ella no atendía a razones.
Tampoco es exacto lo del guarda de seguridad de la cadena. Yo le pregunté por la cafetería y su arma se disparó. Y le dio en el centro de la espalda. Estas cosas pasan. Recuerde a Kennedy.
En cuanto al asunto de repartir caramelos envenenados entre los otros aspirantes, para quedar como única candidata, es exagerado. Porque la Dormidina no es un veneno. Lo que pasa es que atonta, sí, no es culpa mía, pero no es un veneno.
Es una exageración y también un acto harto injusto para con mi persona, que haya gente que afirme haberme visto amenazar con una navaja barbera al tipo de Recursos Humanos, el que murió. Lo que pasa es que a la gente le gusta hablar.
Y es mucho menos cierto que reventara intencionadamente a aquel pobre actor, el que metía tantas morcillas, el que discutía dos de cada tres frases. Lo que pasa es que, como todos los actores, iba por la vida sin mirar. Y si no miras donde pisas, puedes pisar una mina. Y si pisas una mina, pues eso.
Fue un desagradable espectáculo, lo reconozco. Lo reconozco porque queda bien reconocerlo, ya que puedo citar nombres y apellidos de individuos que estudiaron conmigo, que lo hubieran encontrado interesante.
Pero en cualquier caso, fue un espectáculo. ¿Y no buscamos todos espectáculo, Sr. Juez?
JUAN, EL GENETISTA

El ser humano no es superior. Porque no hay dos ovejas con la cara igual y su cerebro es capaz de distinguir hasta 50 rasgos faciales diferentes. Y nosotros, con los japoneses, sólo dos: tipo Jackie Chan y tipo Bruce Lee. Y son chinos.
Y hablando de arroz. Hace poco se descubrió que compartimos el 99% del genoma con la mosca del arroz. Esto no es malo. Nada que explique cosas puede ser malo. Y a más de uno le explicará cosas.
Todos tenemos un amigo genetista. Pero Juan es especial porque tiene un hermano siamés. Los siameses se llaman así porque los primeros siameses que nacieron pegados eran siameses, de Siam, país que ya no existe. Ahora es Tailandia. Pero no decimos “tengo un hermano tailandés” porque suena a hermano masajista, y si es hermana suena peor. Estos siameses, que eran básicamente dos Bruce Lees pegados, compartían el bazo. Conservemos este sentimiento cuando no nos haga gracia compartir el champú. Juan el genetista y su hermano tailandés comparten el estómago. Pero podía haber sido peor.
Podía haber nacido compartiendo el estómago con Michael Jackson. Eso sí que sería molesto. Pero podía haber sido peor. Podía salirte un hermano siamés que sea Michael Jackson pero no al nacer, sino ya de mayor. Eso, mínimo, hay que ir al de cabecera.
- Doctor, que me ha salido un siamés. Aquí, en la espalda, en la zona del tatuaje.
- Pues es Michael Jackson.
- Pues vaya.
- Sí que es mala suerte.
- ¿Y me ha salido de negro o de blanco?
- No, no, negro. Le haremos unos análisis pero yo diría que esto es de cuando Blame it on the boggie.
- ¡Hosti, en medio de la esvástica!
Y es que un siamés puede llegar a afectarte. Y no hay ni una campaña de sensibilización. Mucho “Respeta los espacios sin humo”, pero nada de “Si te sale Michael Jackson en la espalda, la Comunidad de Madrid está contigo”.
Juan el genetista se refugia en su trabajo de genetista.
Un genetista tiene que respetar una serie de leyes. “No clonarás”. “Honrarás a tu padre y a tu madre. Y a sus padres. Y a los padres de sus padres. Y a los padres, de los padres de sus padres.” “Células madre no hay más que una, y a ti te encontré en la muestra”. Y por supuesto las leyes de Mendel, las de la herencia, las de cruzar a los individuos de tal forma que haga mejorar la especie en cada generación. Por ejemplo, no veas el curro que lleva conseguir un George Cloony. O lo fácil que es hacer un George Bush. “BricoMendel. Haga en su casa su propio George Bush. Con el nº1 le damos el ADN de Michael Jackson, una oveja con cara de Bruce Lee y una mosca del arroz. Si no le sale George Bush a la primera generación le devolvemos su dinero y una disculpa.”
Que hay que llevar cuidado con esto de la especie. ¿Adónde van los genes cuando no miramos? Juan el genetista estudió a todos los españoles. Hizo un estudio que le ocupó dos millones de folios y descubrió quién debe cruzarse con quién en España. Una cosa así no podía quedarse en un cajón, porque no cabe. Así que se lo presentó al rey, porque en la familia real miran mucho estas cosas. El rey recibió a Juan. “Hola, tú debes ser Juan el genetista”. “Y tú lo has leído en mi chapa”. El rey no sonrió pero leyó el informe. Y ¿qué creéis que hizo? Nada. Enterró el documento. Enterró dos millones de folios. Siempre ha habido sospechas de que la familia real ocultaba algo a nivel genético. Pues es el informe de Juan el genetista.
Y para terminar, una reflexión: si Bruce Lee y el rey fueran siameses ¿qué órgano compartirían? ¿Cómo sabemos que no lo fueron? ¿Por qué todo nos lleva de nuevo a reafirmarnos en que el ser humano no es superior?